Mi Padre, el Doctor Tobar Donoso

          Es de veras difícil evocar al hombre que calló tanto tiempo por piedad, a ese ser casi único en nuestra historia hecha de mentiras. Los cobardes gritan. El doctor Tobar Donoso cosió sus labios.

         Los conservadores, aquellos mismos que se llenan la boca al decir que soy su hijo indigno y que he arrastrado su nombre, solo por el hecho de ser diferente, ¡que se rasguen vestiduras, o los ojos, imitando al mentiroso que se cagó en la tapa del piano’.

         Si soy diferente al doctor Tobar Donoso, es por haberlo permitido él mismo. Pese a ser el caballero correcto, puntual y rígido en su posición católica, nunca se escandalizó ante mi irrupción en ese mundo de hipocresía y falsedad jansenista donde él naciera, en el que me eduqué, contra el que debía reaccionar. Soy libre porque él me enseñó a serlo.

        Y soy orgullosamente pagano porque él eligió para mí la libertad. El vivió prisionero de un gran silencio.

       El escritor que soy, en él nació. De él aprendí las lecciones de gramática y nobleza que me han permitido no ser a nadie parecido. De raza le viene al galgo.

      Cuando alguna parienta bondadosa me dice que ruega al Altísimo para que me convierta, yo pregunto: ¿Convertirme? ¿En qué? ¿En eso que el doctor Tobar Donoso detestaba, en uno de esos santurrones que se hicieron cruces cuando el doctor se vio obligado a firmar el Protocolo infamante? ¿Hacerme fariseo, yo? ¡Qué asco! No me pidan que escriba con lógica. Tengo un nudo en la corbata y otro en la garganta. Las palabras que escribo saben a llanto, a lágrimas que nunca libré de mis ojos. ¿Cómo escribir con lógica si la vida no tiene ni pies ni cabeza, si escribo de corazón?

       Remedando al poeta diré: «Escuchadme esta cosa tremenda: ¡YO VI LLORAR A MI PADRE!»

         A partir de ese día supe que era de hombres cabales callar. Lloraba el Doctor Tobar Donoso calladamente, pues nunca fue suya la histeria ecuatoriana. Porque los mártires no hacen aspavientos. Nunca le oí palabras de odio y me reprendía cuando yo despotricaba contra esos conservadores de calzoncillos largos y pensamientos cortos.

          Este mismísimo instante la rabia lleva mi mano…

         Que declamen con rara unción y usen las más bonitas palabras los aprendices de santos. Yo soy carne, hijo de la carne golpeada del doctor Tobar Donoso. Por ser el menos digno de sus hijos, soy testigo de las brutales humillaciones que vivió durante el largo cautiverio, que eso fue su vida.

         El doctor Tobar Donoso lloraba calladamente. No sólo era la vergüenza de una derrota, sino de largo olvido de quienes un día se dijeran sus amigos. No, no se asusten las personas pías, no diré nombres. Pero sí recordaré a Neptalí Bonifaz, Humberto Albornoz, Colón Eloy Alfaro, Nicolás Augusto Maldonado, todos ellos liberales que, al huir los conservadores de la casa, vinieron hacia nosotros para confortarnos. Al lado del Doctor Tobar permanecieron. Siempre estarían a su lado.

        Que reciten frases de seda, altisonantes los enlutados caballeros de mente rigorosa, voz engolada, vida ejemplar, con el catecismo en el sobaco (porque la moral, al parecer, viene por ósmosis) y permitan que la voz heterodoxa del hijo vagabundo diga la elegía del padre. ¡No seré la astilla de ese palo, pero sí el moco de su mismo llanto!

        ¿Pusilánime el doctor Tobar Donoso? ¡Váyanse a la mierda! No pido perdón a nadie por hacerlo, pues regalo el pasaje. No era pendejo el señor mi padre. Bueno, sí también fue tímido, porque eso es frecuente en el hombre sabio.

      El doctor Tobar siguió a Cristo hasta en su agonía: y fue abofeteado en ambas mejillas, y escupido (ocurrió aquello horrible a la salida de su casa). Y por eso soy diferente, por haberle visto llorar. Y por eso mismo detesto a los católicos de postín y a los caballeros de una sociedad que vivía de las solas apariencias.

     Tampoco odio. El doctor Tobar no me enseñó a odiar. Me dio una lección imperecedera: el amor es la suprema caridad.

       ¿Qué te pasa, Julito? –le preguntaba al verle solitario, lejano, frente a la máquina vieja de escribir, porque le trataba por el nombre, seguramente como reacción al servilismo con que mucha gente le atendía– ¿Estás triste?  No me respondía al punto. Cuando lo hacía, su voz sonaba como el aletear desesperado de una mariposa: era su dolor propio, el que nunca le dejara. Pero no existía queja alguna, peor una palabra de desdén.

        Si alguna vez yo me salía con la mía y hablaba disparatadamente del doctor Velasco Ibarra –Su Alteza Serenísima– el doctor tobar Donoso sonreía, para advertirme en seguida. «Deja en paz a ese hombre…»

      Porque los dos habían sido amigos de veras; los dos habían estado en la cárcel cuando combatían a Alfaro; ambos habían aprendido francés con el mismo profesor…

       Pero la política… ¡Ya se sabe! La política y los odios, la política y las mentiras, los compromisos y las calumnias. Díganme ustedes: ¿cuándo, alrededor de un mojón de excremento han visto moscas distintas?

      ¡Siempre son las mismas e idéntico es el zumbido, idéntico el hedor, como si las moscas dijesen: «somos una familia»! Apesta la política, hermanos míos…

     ¡Desde luego que me parezco muy poco al doctor Tobar Donoso! Me costó entenderle. Lo admiré constantemente, y me dolía viéndole gastar sus palabras con gente que lamía en ese momento sus manos para luego morderlas.

       Pocos de esos mendigos bendijeron a quien les daba de comer, y él lo sabía. Para mucha gente, yo traicioné su evangelio. ¡No es la verdad ¡Fui yo mismo, y estoy totalmente seguro de que él lo entendió… sin llegar a justificarme!.

       También tengo otra seguridad; nadie como él vio mi obra. Cómo olvidar cuando Alejandro Carrión, que tanto le combatiera por contagio, escribió una larga crónica sobre mi poesía. El doctor Tobar me llamó a la pequeña sala que quedaba cerca de la entrada, y allí, en voz alta, empreñada de orgullosa humildad (por tratarse de su hijo propio) leyó el largo artículo. ¡Al final, qué carajo, los dos nos vimos fijamente sin pronunciar una sola palabra…! El me hizo varón.

          Tiempo más tarde una autoridad levítica hizo una observación muy seria a uno de mis poemas. Mi hermana me dijo que había sufrido mucho, pues él amaba a su iglesia y le dolía que yo hubiese escrito algo reprobable… Pero ¡no me dijo una palabra de reproche, respetó lo que yo pensaba, no se atrevió a herirme! Tal su caridad y tal su saber.

       Hablo del doctor Tobar en su intimidad, en su relación con el hijo al que nuestra pacatería señala como el menos digno, para de este modo poner de relieve la grandeza de un alma, para dar relieve al aspecto «humano» de un caballero que dio siempre lo mejor de sí mismo.

         Esa bondad suya, su mismo silencio, su auténtico cristianismo, han servido para que las beatas de izquierda y las ratas de la derecha califiquen al doctor Tobar de timorato o débil. En otras palabras mondas: ¡de pendejo!

         En nuestro país la histeria se ha vestido siempre de patrioterismo. Esta es una enfermedad vergonzosa. Los patrioteros han dicho que el doctor Tobar, antes que firmar el Protocolo infamante, debió haberse cortado la mano, o simplemente, haberse suicidado.

        ¿Por qué esta gente con sarna patriótica no piensa por un momento que fue mucho más heroico dar la vida por el Ecuador?

         Firmar el horrendo documento fue cosa de cojones. Sólo un hombre que los tuvo bien puestos pudo enfrentar lo que debía seguir al acto heroico. Quizás ahora se vea más claramente el hecho. Mas, para que la tragedia se iniciara en el mismo Río, no faltó un colaborador íntimo que le diera la puñalada. ¡Tantas veces el cobarde adopta la postura del colaborador humilde para asestar más tarde el golpe mortal!

      Tampoco odio. El doctor Tobar no me enseñó a odiar. Me dio una lección imperecedera: el amor es la suprema caridad.

        Pero eso afirmo sin miedo a equivocarme: más duro fue el silencio, trágico el callar, el coser sus labios, mientras los patrioteros y las sucias beatas lanzaban la acusación: «Tobar Donoso traicionó al Ecuador». Y esta villanía habrían de repetirlo en escuelas y colegios, de memoria, sin ver al fondo la verdad: ¿cómo podía un país pequeño y desangrado por íntimos rencores, enfrentarse a otro, militarista y fiero, una nación que nace a la modernidad con el estigma del imperialismo, con el virus del expansionismo? ¡Y pensar que entre nosotros hay gente que aún habla del Tahuantinsuyo!

         Yo vi llorar al doctor Tobar Donoso. Quién sabe si esas lágrimas que bebió eran por esa turba de patrioteros, de cobardes, pues es una verdad ineludible: el suicidio es una traición a los demás.

         No soy autoridad alguna para revisar antecedentes, señalar causas del desastre.

         No soy enciclopedista, no me da la gana de hablar de lo que ignoro. Den esa tarea a los historiadores «de aldea», esos a quienes les falta la memoria, que jamás pensaron en grande y lo observan todo bajo las faldas, esos que peroran en tono de chisme, para los que viene bien la calumnia, aventurándose, prediciendo, pues son incapaces de buscar la causa de los hechos.

       ¡Miserables rateros del tiempo que alimentan al país con engaños y nutren a los niños y jóvenes con promesas! Estos cronistas de mala muerte, nunca salieron de la comarca innombrable de su ínfimo saber. Cuando se dan de bruces con la realidad, huyen para recrear a su antojo los hechos.

        Mal se puede hablar de una tragedia si se adopta la postura del héroe resentido, del cobarde que ante los primeros tiros se esconde debajo de la cama. ¡Quien denuesta al doctor Tobar como traidor, probablemente se habría orinado en la cama si los hados le hubiesen confiado la tarea ímproba…!

        El doctor Tobar Donoso, pese a quien le pesare, fue un hombre. Un ser al que el Destino colocó en el sitio más alto del sacrificio, en el momento más oscuro de nuestra Historia.

      Hoy, cuando el Perú –el Tahuantinsuyo– vuelve con su acostumbrada actitud a entremeterse en nuestra esencia, estoy convencido de que al fin cobra su dimensión verdadera la figura del caballero del Silencio.

        Hoy ese terrible silencio acusa a quienes escondieron la verdad. Hoy es, finalmente, el doctor Julio Tobar Donoso, el hombre que dio su vida mirando hacia el futuro, y no con la mirada hacia atrás como los fantoches y los cobardes.

       Hoy es el santo de la Patria a quien su hijo, el más natural, eleva esta plegaria.

       Mi padre fue un hombre, no un político que medra a la sombra del Poder, que habla para los demás y miente al hacerlo. El dijo la verdad y por eso los políticos no le perdonan.

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Francisco Tobar García.
Revista «La Otra» N» 243 16-marzo-1995 . Págs.: 38 y 39

 

 

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